lunes, 9 de septiembre de 2024

UN DIA CUALQUIERA

Me despierto. Son las ocho de la mañana. Las primeras luces del amanecer acarician tímidamente la ventana que esta frente a mi cama. Como si de un cuadro animado se tratara, casas y monte bailan con los rayos del nuevo día, a un ritmo alegre, que pasa del color sangre al blanco. 
Mis pensamientos se pierden, como caballos desbocados en el bosque, rompiendo todo aquello que pisan sus patas en desbandada. En una palabra, dolor.  Dolor que atenaza mis entrañas, apuñaladas por el miedo a vivir un nuevo día repleto de problemas difíciles de resolver. Como si de un campo magnético se tratara, el techo ejerce una fuerza que empotra mi cuerpo contra el colchón. Cierro los ojos y la presión desaparece, y sin abrirlos me incorporo y me pongo en pie. Extiendo mis brazos y me desperezo. Abro el grifo y mis manos se llevan a mi cara el agua fría de la mañana de enero. Cerré la tapa del WC y me metí en la ducha. Abrí el agua fría y todo mi cuerpo despertó para recibir un nuevo día.  
Lo único caliente que entro en mi cuerpo fue el café con leche y sin azúcar que prepare en la cocina. Mi cerebro recibió la cafeína suficiente para activar los registros y cual CPU todo empezó a conectarse. Me despoje de la camiseta que utilizo para dormir y comencé a vestirme. 
Cerré la puerta del domicilio y en el descansillo coincidí con mi vecina, una mujer madura, elegante y atractiva. Estaba recién separada y su mirada desprendía dolor y soledad. Sus cabellos negros y sus ojos azules eran el contraste perfecto para atraer la mirada de cualquier hombre o mujer. Vestía una falda corta con un abrigo que dejaba entrever sus largas piernas forradas con unas medias negras Una bufanda de colores suaves rodeaba su cuello y sus cabellos negros la cubrían. Nos encaminamos juntos hacia el metro charlando de temas triviales, aunque nuestras miradas estaban llenas de complicidad. Nuestro gusto musical hacia el jazz me hizo lanzarme a invitarla a un pub donde se podía escuchar música en directo, y acompañar con un buen whisky. Con una sonrisa se acercó a mi oído y me dijo “me pides una cita”, y le conteste que “si”, “a las ocho, toca el timbre, estaré preparada” me susurro al oído al tiempo que sus labios dejaban su huella roja sobre mi mejilla. Bajó las escaleras y se fue alejando perdiéndose entre las personas que esperaban el metro, 

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