martes, 29 de junio de 2010

EL ASESINO DE POETAS

Te voy a contar una historia que pasó una vez en Bulgaria. En Sofía. En una calle de Sofía a eso de las diez de la mañana. Antes de que cayera el comunismo. El frío se metía por todos los sitios. Las viejas abuelas se morían en las calles y los borrachos se arrastraban por las casas buscando un resquicio de libertad debajo de las camas. Yo no soy búlgaro. Soy ruso. Era un maldito espía ruso que se aburría. Yacía asqueado en una plaza de Sofía. Aguardaba aquella mañana a que saliera un poeta que de vez en cuando tenía ideas peligrosas. Por ejemplo, el tipejo pensaba que una calle era como una vena de un hombre cualquiera. Y que una tarta de manzana podía ser, por qué no, el universo entero. Había que matarlo. Pero matar a un poeta tiene sus riesgos. Y muchos. Un poeta no mira como suele mirar un narrador de mierda. No. Un poeta no muere rápido. Un poeta muere como los héroes mitológicos. Uf, es muy peligroso quitarle la vida a un poeta. Y sobre todo a un poeta maldito y echado a perder. Lo tenía que matar con mis propias manos. O sea, tenía que estrangularlo. En mitad de la plaza. Mientras muy amablemente me ofrecía fuego para encender un cigarrillo. Tendría que estar mirando sus ojos hasta que la vida se desparramara por ellos. Y cuando se mata a un poeta y se le mira a los ojos el peligro está en que el alma del tipo se puede meter en tu cuerpo y dominarte para siempre. Volverte loco. A mí no me pasó. Y por eso me especialicé en matar poetas caídos en desgracia ante el partido y ante Moscú. Marché por todo los países comunistas de Europa matando poetas. Perdí la cuenta. Cuando llegó la democracia, o lo que coño sea esto que ahora tenemos, me dieron por culo y me mandaron al paro. Sigo viviendo en Sofía porque me da pereza regresar a Moscú. Ni siquiera el frío es igual que antes. Ni siquiera los poetas son iguales que en el pasado invadido por el Gulag. No. Todo huele a riqueza nauseabunda que aburre y deteriora los sentidos. Ya no soy asesino. Ya no soy nada. Ahora paso el tiempo en la biblioteca pública leyendo a los poetas que asesiné. Soy un ávido lector de las obras de mis víctimas. Y un admirador profundo y sincero. Sí, las maté, pero reconozco que para ser poeta hay que tener un alma de tierra. Hecha de tierra. Arena. El poeta está más cerca que nosotros del polvo. También he dejado de ser comunista. Creo, sinceramente, que un día de estos me sentaré a escribir un poema.

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