La pizarra ocupaba el lugar más importante en aquel
templo del saber infantil. Negra con una repisa para dejar el borrador y las
tizas blancas, era visible desde cualquier punto del aula. Aquel mural negro
iba a ser el primer escaparate de letras, dibujos y números para ir
comprendiendo los primeros peldaños de la cultura docente.
El
momento más esperado del día era el recreo. Bueno, si no te habían castigado
por causas ajenas a tu voluntad, ya se sabe, los deberes, la lección mal
aprendida, alguna trastada en el aula… cosas sin importancia que reventaban el
momento clave del día, el ansiado recreo. Jugábamos en la acera de la calle, a
canicas, a coger, a la trompa o cambiábamos cromos. Teníamos un amplio
muestrario de juegos que necesitaban pocos recursos, tan solo niños o niñas
disfrutando de la media hora de descanso. Se me olvidaba el bocadillo, pieza
importante en cualquier patio. El término era muy amplio, llamábamos bocadillo
a comerte un bollo, palmera, o pan con acompañamiento. Siempre teníamos aquel
compañero que se olvidaba su almuerzo en casa y solicitaba un poco a cada uno y
terminaba comiendo más que ninguno.
En
aquellos años sesenta las clases terminaban sobre la una de la tarde y todos
nos íbamos a casa a comer durante dos horas y media, para volver a la tarde y
continuar las clases, hasta las cinco y media. A diferencia de nuestro tiempo
presente, entonces comer en casa era lo normal, y podías disfrutar de un
momento de ruptura con el entorno escolar. Un poco de televisión, jugar con
Bull, mi perro, y comer con mi familia. La vuelta a las aulas por la tarde se hacía
un poco cuesta arriba, pero merecía la pena poder volver al hogar para comer. A
diferencia de mí, mis hijas comen en la ikastola, los horarios no las permiten
venir a casa a la hora de la comida.
Mis
primeros años transcurrieron en aquel pequeño colegio hasta los diez años. Mi
siguiente destino fue el colegio San Francisco Javier, pero esa es otra
historia.
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