La noche tejía sombras sobre Santurce y las luces de
las farolas luchaban por desterrar cada rincón oscuro de las calles mojadas por la lluvia. Una vez que conseguí
un aparcamiento para mi coche, cosa difícil un viernes a las nueve de la noche,
opté por caminar plácidamente hasta el parque de la Sardinera. Mis pasos me
fueron llevando por antiguos parajes de mi infancia y juventud. El antiguo portal
en el número 34 de la en otro tiempo conocida calle del “dólar”, y hoy
rebautizada con un nombre que no consigo recordar. Seguía siendo amplio y
espacioso, y capaz de albergar una competición de futbol entre varios infantes,
intentando emular al gran Iribar. Nuestro edificio era como un gran parque de
juegos. Teníamos un ascensor de madera en el que subíamos con las puertas
abiertas y nuestros dedos empujaban los contactos para que aquella caja nos transportara
a cualquier destino.
Félix, Víctor, su hermano Emilio, Chichi, los hermanos
Jesús y Andrés y yo, Iñaki, nos adentrábamos en el corazón de la aventura cada
día. Los juegos en el portal consistían básicamente en empotrar un balón contra
el primero que se pusiera a tiro. Todo terminaba cuando aparecía la portera,
María, y salíamos corriendo como cohetes al cielo. Atrás dejábamos los
juramentos que salían por su boca cual poetisa de la blasfemia. Subíamos con
gran agilidad las escaleras hasta llegar a la casa de Víctor y Emilio en el
sexto piso. El número 34 de Capitán Mendizábal iba a ser un hotel y tenía dos escaleras,
otra característica que hacía de nuestra casa un lugar único. El piso de mis
amigos era nuestra guarida y zona de escape, cuando la portera nos perseguía
por nuestras fechorías de balón pie. La casa de mis amigos reunía dos
características imprescindibles para ser una zona segura, sus padres estaban trabajando,
allí no había nadie para poder parar nuestra huida. La segunda característica
era tan importante o más que la primera, el piso daba a la escalera derecha y a
la escalera izquierda. Se podía subir por una, y bajar por la otra y dejar
gritando en el último piso a nuestra temida portera. Tras nuestra huida
continuábamos nuestros juegos en las lonjas abiertas frente al Country Club,
primera sala de fiestas que se abrió en Santurce, o nos íbamos a una de las
tres campas que teníamos en la calle.
El Country ocupaba los bajos de nuestra casa y un
patio exterior que miraba al mar. La primera sala de fiestas de un pueblo
pesquero que iba creciendo mirando al mar. Como dijo mi madre, Elena cuando se
abrió este lugar de música y jolgorio “si Don Boni levantara la cabeza”. Y era cierto, hasta que no murió este párroco de muy tradicionales costumbres, el
pueblo no vio un lugar donde divertirse.
Recuerdo la casa de Don Boni cuando iba con mi madre. Lo que nunca se me olvidara, es aquella mesa de comedor larga y alta repleta en su superficie de montones de monedas de una y cinco pesetas. Don Boni me decía "coge una moneda”, a lo que mi madre respondía con un contundente “no cojas nada”, y él insistía y yo esperaba con estoica resignación el resultado final de aquel duelo, por supuesto queriendo recoger el trofeo de la mesa para invertir en el quiosco de los dulces.
Recuerdo la casa de Don Boni cuando iba con mi madre. Lo que nunca se me olvidara, es aquella mesa de comedor larga y alta repleta en su superficie de montones de monedas de una y cinco pesetas. Don Boni me decía "coge una moneda”, a lo que mi madre respondía con un contundente “no cojas nada”, y él insistía y yo esperaba con estoica resignación el resultado final de aquel duelo, por supuesto queriendo recoger el trofeo de la mesa para invertir en el quiosco de los dulces.
Al de unos meses de su muerte, unas niñas aseguraron
que el espíritu de Don Boni se les había aparecido en la entrada del portal. No
paso de ser una anécdota que se perdió en el tiempo y que muy pocos recuerdan.
Pero la verdad, es que estuve durante unos meses con miedo a una aparición, del
fallecido párroco cuando entraba en el portal de casa.
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